Vivimos en un mundo donde la sexualidad se consume en todos los formatos posibles: en la música, en la publicidad, en las redes sociales. Pero cuando una mujer decide expresar abiertamente su deseo, su placer y su derecho a disfrutar, de inmediato se convierte en blanco de críticas. Mientras los hombres son celebrados por su experiencia y libertad en el terreno sexual, las mujeres aún deben enfrentar juicios, etiquetas y una doble moral que no termina de desaparecer.
¿Por qué seguimos atrapados en esta contradicción? La respuesta se encuentra en siglos de normas impuestas, donde la mujer fue vista como guardiana de la moral familiar, destinada a complacer sin reclamar su propio placer. Aún hoy, en pleno siglo XXI, persisten ideas obsoletas que dictan cómo debe comportarse una mujer "decente", mientras que el hombre sigue gozando de una libertad que a ellas se les niega.
Una mujer que habla sin tapujos sobre su vida íntima, que expresa sus deseos y toma el control de su placer, es muchas veces encasillada con adjetivos que buscan reducir su valor a su vida sexual. Pero, ¿por qué su disfrute debería definir su integridad o su capacidad en otras áreas? Mientras tanto, los hombres que hacen lo mismo son vistos con admiración y hasta envidia.
La sexualidad no es un arma para juzgar a alguien ni un indicador de su valía. Cada mujer tiene derecho a decidir qué la hace feliz, cómo quiere explorar su cuerpo y con quién desea compartirlo. Y no, esto no significa que todas deben vivir su sexualidad de la misma manera; significa que cada una debería tener la libertad de elegir sin temor a ser señalada.
El problema no está en las mujeres que disfrutan su sexualidad, sino en la sociedad que aún no se atreve a aceptarlo sin prejuicios. Es hora de dejar atrás la hipocresía y entender que el placer no es un privilegio exclusivo, sino un derecho de todos. Porque el verdadero progreso no está en hablar de libertad, sino en vivirla sin miedo.
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