
Es un mensaje que nunca esperamos recibir, una noticia que nos deja sin aire, una ausencia que jamás podremos llenar. Cuando alguien se suicida, lo último que recordamos de esa persona es ese instante final, como si toda su existencia se redujera a su despedida, como si todo lo que fue y lo que soñó se borrara en un solo acto. Pero, ¿y si el problema no está en el final, sino en todo lo que no vimos antes?
Vivimos en un mundo donde la comunicación se ha vuelto instantánea, pero el verdadero diálogo ha desaparecido. Pasamos horas viendo las vidas de otros en redes sociales, pero olvidamos mirar a los ojos de quienes tenemos cerca. Creemos que un “me gusta” es suficiente para mostrar apoyo, pero ignoramos los silencios que gritan ayuda. En esta desconexión, muchos jóvenes encuentran en el suicidio lo que creen que es su única salida. Y cuando ocurre, la sociedad se pregunta por qué, cuando la pregunta real debería haber sido: ¿cómo llegamos hasta aquí?
El suicidio no es una decisión repentina; es un eco de soledad, de desesperanza, de un dolor que no encontró palabras para expresarse. Es el resultado de una falta de comunicación real, de una desconexión emocional que sigue creciendo con cada conversación evitada, con cada sentimiento minimizado, con cada persona que intentó hablar y no fue escuchada.
Los jóvenes, especialmente, están enfrentando una crisis emocional silenciosa. Se sienten presionados por estándares imposibles, por la comparación constante, por una sociedad que les exige éxito, pero que no les enseña a lidiar con el fracaso. Se sienten solos en un mundo hiperconectado, atrapados en la paradoja de tener cientos de seguidores, pero nadie con quien hablar de verdad.
Y cuando ocurre lo impensable, nos quedamos con el último recuerdo, con el impacto del final, sin darnos cuenta de que lo que realmente debemos recordar es quiénes fueron, qué los hizo reír, qué sueños tenían, qué heridas intentaron ocultar. Necesitamos cambiar nuestra forma de ver el suicidio: no como un evento aislado, sino como una señal de que algo más profundo está fallando en nuestra sociedad.
Debemos aprender a escuchar, a hablar desde el amor, a fortalecer los lazos familiares y de amistad antes de que sea demasiado tarde. Es tiempo de recuperar la cercanía, de estar presentes, de hacer preguntas que van más allá del “¿cómo estás?” automático y superficial. Es tiempo de abrazar más, de juzgar menos, de recordarles a quienes amamos que su vida tiene valor, que su dolor importa y que no están solos.
El suicidio no debe ser lo último que recordemos de alguien. Debemos recordar su risa, sus momentos de luz, su esencia. Y, más importante aún, debemos hacer todo lo posible para que ellos también recuerden que su historia no tiene que terminar en una despedida.
"Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso." — Mateo 11:28
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